Medio
desnuda. Sólo mi quimono corto de seda, el que tanto me gusta llevar en casa, y
un pequeño tanga me cubren. Satisfecha. Saciada. Con una sonrisa de oreja a
oreja porque aún le tengo en casa, y aunque cansado, sé que todavía está listo
para algo más de este juego delicioso al que hemos estado jugando las últimas cuatro
horas. Ha llegado después de semanas sin vernos con su misma actitud de
siempre, pagado de sí mismo y con esa media sonrisa con la que parece estar
guardando un secreto, algo que sólo él decide cuándo mostrar. Siempre me
recuerda a un niño juguetón y codicioso que guarda su chocolatina favorita para
decidir quién se merece compartirla.
Lo
he dejado en la cama ronroneando, sin querer levantarse, perezoso, estirándose
como un gato, y yo he puesto música tranquila que me resulta muy sensual, con
la que a cada suave movimiento de mi cuerpo la seda me acaricia. Estoy preparando
un batido de frutas que nos reponga del esfuerzo, pero mis sentidos están tan
alerta que me olvido de lo que escucho sintiendo resbalar el zumo de los kiwis
que tengo en las manos. Empiezo a cortar en pedacitos, despacio, para alargar
la sensación del líquido resbalando entre mis dedos. Noto sus brazos alrededor
de mi cintura y por encima de mi hombro le siento mirar lo que hago, cómo juego
tocando la fruta y los regueros del zumo se deslizan bañando mi mano con
riachuelos verdes.