He tenido que
salir de casa, y malditas las ganas que tenía. Los críos de la vecina de arriba
tienen la noche tonta y mi mal humor amenazaba con desatarse hasta convertirse
en cabreo monumental. Es miércoles y, por mucho que sea verano, ni siquiera
tengo por delante la expectativa de bares llenos de gente en los que esconderme
hasta que el alcohol me ayude a coger el sueño. Hay terrazas con charlas
distendidas pero la ciudad está bastante vacía a estas alturas del mes de
agosto y a mí me apetece un sitio conocido donde sentirme cómoda. Mis pasos van
a su aire y, casi sin darme cuenta, llego a ese bar donde ni siquiera tengo que
pedir lo que quiero beber porque me conocen bien. Al entrar veo que en el
escenario, donde a veces hay actuaciones en directo, hay unos chicos preparando
altavoces e instrumentos. ¿Hay concierto hoy? Eso me confirma el camarero
cuando le pregunto y maldigo haber salido de casa de cualquier manera. La
coleta en lo alto, camiseta de esas que a la que te descuidas se bajan hasta
medio brazo y el vaquero cómodo más viejo del armario, esta no es manera de
presenciar un concierto… Da igual, me tomo una copa y me marcho.
Ando pensando
estas cosas mientras el camarero me prepara el amaretto con limón exprimido,
como me gusta. Este sitio siempre me trae recuerdos que duelen pero que,
inevitablemente, una y otra vez, me empeño en recordar al venir. Recuerdos que
se deslizan entre los hielos y que incrementan la intensidad de los
sentimientos a medida que el líquido va disminuyendo. La banda comienza a tocar
y una música de jazz suave llena el local; lo llena todo, hasta mi piel parece
estar impregnándose de ella y al poco todos esos sentimientos se desbordan en
un par de lágrimas. Aprieto los dientes, estoy cansada de llorar por él.