Suena el despertador y quiero bajarme
del mundo, un ratito. Me llega el olor a café, y no necesito alargar la
mano para saber que el otro lado de mi cama está vacío ya. Voy directa a
la cocina o ya no tendré ni siquiera ese abrazo en la mañana que, a
pesar de llevar dos años viviendo juntos, aún necesito. El estrés no le
quita la sonrisa, ahí está, toda mía en cuanto me ve entrar, y prepara
mi taza especial para servirme el líquido que siempre digo que me da
media vida, cada mañana. Le abrazo, hago hueco en su cuello, cierro los
ojos y me transporto unos segundos, no tengo mucho más. Estoy en casa.
Ese abrazo es el que me da la vida en realidad, pero lo callo, lo sabe.
Se marcha a la carrera, como siempre, y
saboreo el café un poco, paladeando el eco de sus brazos en mi cuerpo.
Las margaritas me sonríen desde la mesa de la cocina y es que, son las
únicas a las que miro, despreciando el rojo ensordecedor de las rosas a
su lado; como a él, que es el único al que sigo deseando. Aún me
sorprende ese ramo, él no es especialmente detallista.