Suena el despertador y quiero bajarme
del mundo, un ratito. Me llega el olor a café, y no necesito alargar la
mano para saber que el otro lado de mi cama está vacío ya. Voy directa a
la cocina o ya no tendré ni siquiera ese abrazo en la mañana que, a
pesar de llevar dos años viviendo juntos, aún necesito. El estrés no le
quita la sonrisa, ahí está, toda mía en cuanto me ve entrar, y prepara
mi taza especial para servirme el líquido que siempre digo que me da
media vida, cada mañana. Le abrazo, hago hueco en su cuello, cierro los
ojos y me transporto unos segundos, no tengo mucho más. Estoy en casa.
Ese abrazo es el que me da la vida en realidad, pero lo callo, lo sabe.
Se marcha a la carrera, como siempre, y
saboreo el café un poco, paladeando el eco de sus brazos en mi cuerpo.
Las margaritas me sonríen desde la mesa de la cocina y es que, son las
únicas a las que miro, despreciando el rojo ensordecedor de las rosas a
su lado; como a él, que es el único al que sigo deseando. Aún me
sorprende ese ramo, él no es especialmente detallista.
A partir de ahí, el día se precipita en
la rutina diaria a una velocidad que ayuda a que las horas pasen más
livianas. Da igual los planes o reuniones que tenga, dentro y fuera
del trabajo, en cada hueco disponible ando revisando mi móvil con la
esperanza de no tener mensajes. Tener noticias suyas suele significar
que me voy sola a la cama, y luego no siempre me entero de cuándo llega.
Esto pasa desde hace unos cinco meses, y ya no duermo bien, no descanso.
Sé que tengo pesadillas, a pesar de no recordarlas, y lo sé porque me
he convertido en una zombie de la noche que usa la cama pero no la
disfruta, sin descanso, mientras él duerme como un tronco las pocas horas que
pasa en ella de un tiempo a esta parte.
Empiezo a pensar que no compensa el
dinero, pero es un tema delicado, creo que no está preparado para
afrontarlo. O quizás sea yo la que no lo estoy, pero me sigue rondando la
misma idea desde hace poco, si apenas han pasado cinco meses desde su
ascenso y ya nos pasa factura, ¿cómo nos afectará más adelante?… De
momento aún tenemos los fines de semana, ésos todavía son nuestros. Casi
todos.
Creo que hoy le voy a dar la respuesta.
Sí, será hoy. Hace un mes me propuso algo, algo que me dejó descolocada y
no tomé demasiado bien al principio. Dice que le apetece poner en
práctica ciertas fantasías que hace tiempo me contó que tiene. Estoy de
nuevo en la cocina con la copa de vino de los días duros y, aunque me he
sentado a la mesa, de nuevo absorta en las margaritas, el frío del
suelo me mantiene aquí, sin divagar mucho. No le gusta que ande descalza
por la casa, dice que no es higiénico, y yo le digo que son menos sanos
esos porros que aún se empeña en fumar de vez en cuando. Desde que le
han ascendido fuma más a menudo, y ahora, al pensarlo, casi puedo oler
el último. Un mohín involuntario se dibuja en mi cara… Sé que él sonreiría si me
viera.
Voy al salón a poner música, necesito
calma de fondo mientras me ducho y le espero, y elijo a Erik Satie,
Gymnopédie nº1. El móvil suena, y ahora no es un mohín lo que se dibuja
en mi cara, ya sé lo que voy a encontrar cuando lo mire. Ahí está, llega
tarde de nuevo. ¡Joder! Me estoy volviendo una malhablada desde que
convivo con este nuevo y poco presente marido mío.
Dejo el vino en la cocina, donde ahora
las margaritas parecen reírse un poco de mí: “sin venir a cuento”, eso
me dije, pero bueno, es que está demasiado ocupado, es sólo un pequeño
detalle… La música, de fondo, sigue sonando, y la dejo con la esperanza
de que me ayude a dormirme antes.
Pasan tres días más hasta que hablamos,
hasta que le cuento que he decidido aceptar su propuesta, y esa mirada
lasciva que hacía tanto tiempo que no veía, me taladra. Un poco más
tarde es su sexo el que me está llenando hasta saciarme. No tarda en
poner en marcha todo, dice que ahora que me he decidido, no quiere darme
tiempo a cambiar de opinión, como si la decisión yo no la hubiera
meditado lo suficiente, como si no hubiera llegado a la conclusión de
que puedo probar otras cosas siempre que siga viviendo en él. Necesito
su boca para seguir respirando, su ternura para subsistir y su cuerpo
para no secarme por dentro.
Quiero empezar poco a poco, para no
asustarme, y a lo del trío le he dicho que no, aunque sé la fijación que
tiene con eso. No le he dicho tampoco que lo descarto completamente,
pero no estoy segura de si alguna vez podré darle eso, y ha aceptado a
dejarlo estar. Le conozco, no se rinde fácilmente y mucho me temo que
más adelante insista, pero de momento esa batalla la he ganado yo. He
insistido en lo de algunas normas, para que la fantasía fluya también
por mi parte, como un baile. Los sobresaltos nocturnos, seguidos de
ratos de insomnio, comienzan a ser casi diarios. Mis ganas por consumar
la primera fantasía empiezan a parecerse a las suyas; necesito dar ese
primer paso y sentirle de nuevo con ganas de tocarme el corazón.
Por fin ha llegado el día y voy de
camino a la cita, nerviosa y excitada. Es la primera vez que dejo la
lencería descansando, es lo que me ha pedido y esto, reconozco que no me
ha costado ningún esfuerzo. Es diferente, me he sentido rara desde el
momento que me he vestido sintiendo mi sexo desnudo. He caminado por
casa, hasta el coche, con los pies subidos a mis tacones de siempre,
porque en eso coincidimos y no ha habido una petición en sentido
contrario por su parte. Una sensación de déjà vu, que no he
conseguido materializar en ningún pensamiento concreto, me ha alterado
un poco los latidos del corazón al sentir el roce de mis labios
caminando. La hora y el trayecto se han pactado, y estoy parada en un
semáforo, consciente de la presión del cinturón de seguridad sobre uno
de mis pechos, con el pezón gritando una atención que aún no pienso
prestarle, cuando me llega el mensaje con la dirección.
En apenas diez minutos he llegado y
aparco. Es un motel…joder, es un motel. Respiro hondo, confío en él, le
imagino esperándome, excitado, viviendo por fin un deseo reclamado
durante mucho tiempo. Pensarle cachondo, eso me humedece y me da el
empujón para obviar si esto es un motel o un hotel de cuatro estrellas
(que en realidad es donde me gustaría que me hubiese citado). Todo el
complejo tiene un toque algo retro. Atravieso el pequeño parking y busco
el apartamento 212, que es el que me ha dicho. ¡Se parece tanto al de
una peli americana!
Aquí está, de nuevo ese déjà vu,
las manos comienzan a sudarme y avanzo con la impresión de que no es
una sensación, sino de que lo he vivido ya, y sufro un cierto ahogo, la
misma perturbación con que me despierto en medio de la noche…
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