["RUMBO FIJADO": colaboración en krakens y sirenas el 29 de Junio de 2016]
El sol calienta, casi quema la piel que
ya muestro y claro, como todos, echo de menos lo que no tengo. Ahora me
gustaría que anduviera lloviendo, con el sonido de las gotas golpeando
la ventana. Sí, la usaría como excusa para esta tristeza que se me ha
agarrado al corazón. No hay nada roto, sólo ha sufrido arañazos pero
este cambio de rumbo ha sido forzado, así que le he pedido tiempo y me
lo ha dado; ninguno de los dos esperaba que yo me fuera a sentir así,
sobre todo yo. ¡Con lo que había meditado la situación y sus posibles
consecuencias!
Aquella primera vez en el motel, eso
recuerdo ahora… ¡Si lo hubiéramos dejado ahí! Pero él, una vez abierta
la puerta, quería más. Fue excitante, diferente; encontré en aquel motel
a un hombre al que no conocía, que me hizo mirar a una parte de mí que
no reconocía tampoco. A pesar de que yo había hablado de reglas, ciertas
normas para fluir ambos en la misma dirección, una vez allí, ninguno de
los dos las cumplimos. El sexo pasó a ser salvaje, usábamos las miradas
de amor y deseo, tan reconocibles entre nosotros, como preliminares
para embestirnos a continuación como si jamás hubiésemos follado juntos.
Hasta esa noche nunca había desconectado tanto de la que suelo ser; me
olvidé de quién he sido o cómo suelo ser. Y me gustó.
A partir de ahí hubo una complicidad
nueva al mirarnos, las caricias eran diferentes porque sabían lo que
podían llegar a conseguir y la profundidad que habían experimentado a
través del sexo. Un motel y una fantasía de dos, cumplida, nos había
transportado a otra dimensión en la relación. La mezcla de sorpresa y
emoción en mí tardaron en desvanecerse. Creo que presintió cuándo
comenzaba a pasar y decidió que era momento de otra aventura.
Se cogió unos días de vacaciones, ¡una
semana entera para nosotros! No podía creerlo. Me sorprendió apenas una
semana antes de la fecha (sabe que no tengo problema en cogerme días
cuando sea), con sitio y hotel reservado. Esta vez sí me llevaba a un
hotel de cuatro estrellas junto a la playa. Me encantó la elección. Nos
fuimos al sur, en busca de algo más de calor porque mayo no nos daba
mucha tregua con las temperaturas. Tuvimos un par de días en los que las
horas que pasábamos en la playa rivalizaban con las que pasábamos en la
cama, ya fuera durmiendo o con el sexo que apeteciera en aquel momento,
salvaje o suave. El tercer día me dijo que tenía ganas de jugar de
nuevo y me propuso vestirnos algo diferente, de una manera un poco más
atrevida que de costumbre, “para intentar buscar de nuevo a aquellos del
motel”, dijo. Y eso hice, buscar a aquella sin ropa interior de la
noche del motel.
La idea me excitó, me puso en situación.
No me lo contó, pero con el avance de la noche me di cuenta que lo
había planeado todo; no dudó ni un instante en el recorrido hasta el
restaurante donde fuimos y donde el ambiente que se respiraba también
era poco habitual. Era parte de un hotel grande y precioso, con una
música de fondo, luz ambiental y otros pequeños detalles diferentes. Sí,
contaba con pequeñas velas en cada mesa pero no había manteles, tan
sólo unos salvamanteles preciosos, de un blanco inmaculado con bordados
en rojo y plata, a juego con la luz de la pared.
Al principio simplemente me fijé en que
eran muy hermosos, pero me cuesta quitarle ojo a mi amado y fue ya en
los postres cuando, siguiendo su mirada, me percaté que la ausencia de
manteles permitía ver con nitidez todo aquello que pudiera pasar bajo la
mesa… El jugueteo de manos, inocente algunas veces o adentrándose en
los muslos; algún pie desnudo de excursión por pantorrilla ajena; el
abrirse de piernas jugando a subir el vestido y dejando entrever que no
era la única con el sexo al descubierto…
Me excitó. De nuevo, salía de mi zona de
confort y la situación me ponía cachonda. Acabábamos el postre y,
cuando pensé que pediría la cuenta, me ofreció la mano invitándome a
seguirle. Pidió al camarero que cargaran la cena en la habitación 212.
“Tiene fijación con ese número”, pensé; pero lo verdaderamente extraño
era que hubiera reservado allí otra habitación. Eso hizo que mi deseo
creciera aún más, la noche prometía juego. No salimos a la calle, tan
sólo atravesamos el gran recibidor del hotel y entramos en una zona
mezcla de pub de lujo y coctelería. Él me guiaba de la mano y por un
instante paró y pareció buscar a alguien, aunque en ese momento no le di
importancia. Me llevó a uno de los sofás que formaba un rincón en
círculo. Aquí la luz seguía siendo tenue y la gente que había seguía en
la línea que en el restaurante, de echo, reconocí algunas caras.
Pedimos un par de copas y a partir de
ese momento todo se precipitó. Besos, caricias atrevidas, casi
demasiado. Me dije que debía buscar dentro de mí a aquella del motel, y
me relajé, me dejé llevar por las sensaciones. Me dejé llevar tanto que
no percaté del momento en que aquel chico se sentó a mi lado; yo andaba
medio girada, con mi pierna sobre las de mi chico, concentrada en
aquellos dedos que hacían las delicias de mi sexo. Lo primero que sentí
fueron sus dedos recorriendo mi tobillo, hacia mi pantorrilla, y su boca
besando suavemente mi nuca, a lo que mi reacción fue la de frenar en
seco mis besos e intentar ver quién estaba a mi espalda y se permitía
tocarme sin previo aviso. Mi chico me paró, sujetó de manera suave y
firme mi cara, con aquella mirada que yo ya sabía reconocer: déjate
llevar, esto me vuelve loco. Sentí que de estar humeda pasaba a estar
mojada. Le toqué para confirmar lo que imaginaba, que se había
endurecido en apenas unos segundos y a continuación tenía dos manos,
cada una de un hombre diferente, jugando con mi sexo y rivalizando en
darme placer. Me dejé llevar, me olvidé que había público y decidí volar
en brazos de mi amado a una situación nunca antes imaginada.
Pero hubo un giro que no vi venir y es
que, en un momento determinado, cuando ya los tres estábamos en la
famosa habitación 212, que comenzaba a ser un fetiche, con los cuerpos
desnudos y comenzando a retomar aquel tocarse, reconociéndose a tres,
que en realidad nunca había terminado del todo, justo ahí, comenzaron a
besarse… Se besaban con ansia, sin apartarme pero descubriéndose con
ganas. Esto no llegó a paralizarme, al fin y al cabo era un juego a
tres, incluso me gustaron esos besos, me gustó verle disfrutar otra boca
aunque fuera de un hombre. Lo que siguió consiguió que me hiciera a un
lado, que no supiera reaccionar porque el deseo que vi en la mirada de
mi chico era distinta a cualquiera que hubiera visto cuando me miraba a
mí, ni siquiera en el motel. Vi aquellos penes buscarse, como miembros
ciegos que una vez erectos poseyeran un radar que sólo ellos conocían,
como un lenguaje nuevo e ininteligible para mí.
No pude, me aparté; no conseguía
digerir, sin ni siquiera un preaviso, aquella visión de ese cuerpo amado
dejándose embestir por otro igual. Y quizás lo que más me dolió fue que
en ese momento no se percató de que el juego había pasado a ser sólo
entre dos, de nuevo. No me echó de menos.
Y aquí estoy. Cociéndome al sol,
intentando que esta sensación de quemazón mitigue un poco ese otro
dolor, no físico que no sé cómo digerir. El rumbo de mi amado parece
fijo, inalterable, me ha dejado claro que no hay marcha atrás y que he
de averiguar si sigo amándolo con esta parte suya que ha decidido, por
fin, abrazar.
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