Era sólo una cena y, a la vez, era
mucho más. Me puse medias, liguero, era la primera vez que me atrevía a
vestirlo, y dejé mi sexo al descubierto. Seguramente él me mandaría al baño a
quitarme las bragas durante la cena, pero quería darle la sorpresa de no
llevarlas, que supiera que, a esas alturas y después de las insinuaciones o
charla que seguramente estaríamos teniendo, estaba húmeda y lista. Adelantarme,
intentar sorprender a quien tiene tanto mundo corrido. El vestido se cruzaba y
para él sería fácil abordar mis muslos en cualquier momento. Me excitaba la
idea de no saber en qué momento el educado dejaría paso al depravado (así era
como se autodenominaba). Me veía un poco más tarde, en una situación poco decente, en público, y no me reconocí...el grado de mi excitación estaba
a la altura de la vergüenza. Taconazo y labios rojos...quizás demasiado
rojos, pero mi parte depravada se impuso: dejarme llevar y no esconderme. Al
caminar sentí cómo se rozaban no sólo mis muslos, sino también mis labios...y
mi sexo sonrió complacido.
El primer encuentro fue en esa librería donde suelo ir alguna que
otra vez, cuando me canso de leer en la pantalla y voy a gastarme un dinero que
no me sobra para poder saborear de nuevo el placer del pasar páginas en papel. Suelo perderme en la sección de
literatura erótica durante un rato, buscando nuevas lecturas que contengan algo
de trasfondo acompañando al sexo. La sensación, perdida entre las estanterías,
siempre es de una cierta excitación ante la posibilidad de un nuevo flechazo
con las letras. El primer roce pensé que era casual, sin premeditación, al fin
y al cabo el espacio entre estanterías es demasiado pequeño para que
quepan dos personas. Rozó apenas mi culo con su mano al pasar y aunque me
aparté en cuanto lo noté, ya era tarde. Se fue a otro pasillo y no le di más
importancia. Al rato, de nuevo absorta en el primer capítulo de una posible
compra, escuché un “Perdona”, bajito, a la vez que dos manos se posaban sobre
mis caderas y volví a percibir un roce en el trasero, más lento y obvio esta
vez. Un respingo me sacudió y propició que sus manos me liberaran, pero el
sobresalto ya se me había adherido a la piel y me giré a mirar. La situación
era un poco surrealista porque realmente había poco espacio, pero también es
verdad que aquel acercamiento personal no era necesario. Lo que encontré fue
una sonrisa, ni lasciva ni prepotente, una simple sonrisa divertida ante mi
nerviosismo; evidentemente a mí no me hacía gracia la situación, pero la
realidad es que él apenas se había movido y seguía a mi lado, sólo se había
molestado en separarse algo, lo justo para que los cuerpos no se rozaran. Y ahí
vino lo curioso, no me sentí molesta; vi su sonrisa, su pelo canoso y algo
largo, para la edad que su cara contaba, y no atiné a decir palabra. " Hola", sólo eso dijo, y el silencio que envolvió su
saludo pareció darle alas a su confianza, traduciéndose en un gesto lento y decidido: me besó.